jueves, 11 de octubre de 2012

La flor marchita


El otro día encontré este "algo" en el baúl de los recuerdos y me gustaría conocer vuestra opinión sobre si intento que la historia continúe o la dejo descansar en paz como historia inconclusa.


Elisa estaba sentada tras la ventana de aquel oscuro local, su mirada vagando tras el suave contoneo con el que las minúsculas gotas de lluvia bailaban deslizándose por el cristal, arrastrando con sus movimientos la suciedad acumulada en él.
Sus cabellos eran del color del sol al atardecer. Sus ojos del color de la hierba fresca; sus pequeños y carnosos labios del color de la pasión, cual minúsculo reflejo de aquel vestido rojo sangre, que insinuaba armoniosas y perfectas curvas. Su piel tan blanca como el más puro mármol, con un arrebolado matiz en sus mejillas, como si el pintor que le dio vida se hubiera dado cuenta en el último instante de que su paleta se había quedado sin colores. 
En una esquina de la mesa, una pequeña lámpara con una vela, cuya llama parpadeaba sin cesar, hacía resaltar su palidez y su triste mirada, confiriéndole el aspecto de una figura de cera o de un condenado a muerte a punto de subir al cadalso.
Al fondo del local, en un pequeño y destartalado escenario en el que se adivinaban tiempos mejores, una sensual rubia de voz ondulada como su melena, desgranaba una a una las notas de una canción de Billie Holiday...come rain or como shine..., mientras algunas parejas se susurraban, al compás de sus ojos y de sus manos, promesas de amor que quizá nunca  cumplirían.
Giró levemente la cabeza y fijó su mirada en una farola que acababa de encenderse. Miraba pero no veía, al igual que lloraba sin que una sola lágrima asomase a sus ojos. Ojalá las almas se limpiaran tan fácilmente como los cristales -pensó-. Y su mente galopó sin su permiso al encuentro con el pasado. A otra tarde lluviosa, que sin embargo, en nada se parecía a ésta.
Elisa trabajaba desde hacía un par de años en la pequeña floristería de su padre, aunque desde que su mente era capaz de recordar, aquella era su segunda casa. O puede ser que la primera. De niña jugaba a esconderse tras las dalias y los claveles esperando que alguien la encontrara. Más de una vez se quedó dormida en el frío suelo antes de que la echaran en falta. A veces imaginaba que era una mariposa posándose de flor en flor en un inmenso jardín, y acariciaba con cuidado una a una todas las flores, tan suaves como el algodón. Otras, cogía una rosa, respiraba fuerte su aroma y soñaba que era una princesa prisionera en el castillo de un malvado dragón, hasta que aparecía su príncipe -que había tenido que vivir mil y una aventuras para encontrarla-, le ofrecía la más bella rosa, la subía a lomos de su majestuoso caballo blanco y...vivieron felices y comieron perdices.
Sólo despertaba de esta ensoñación cuando sentía los pinchazos de las espinas de aquella rosa que llevaba en la mano, como si fuera un aviso de la espina que iba a clavarse en su corazón. Mas seguía soñando y clavándose espinas.
Paradójicamente, a medida que iba creciendo, dejó de gustarle que las flores fueran arrancadas de su espacio natural. Le entristecía comprobar lo efímera que es la belleza cuando la apartan de su razón para vivir. Prefería admirar los jardines llenos de radiantes flores, verlas nacer, crecer, deslumbrar con sus colores, luchar contra los elementos externos, marchitarse y finalmente morir. Que la vida siguiera su curso. Que cada cosa ocupase el lugar que le correspondía.
- No entiendo por qué nadie regala jardines -se preguntaba una y otra vez.
A pesar de todo, siempre había pertenecido a esa floristería. Era un trabajo bonito, y gratificante sentir que la gente a través de las flores intentaba expresar sentimientos para los que casi nunca bastaban las palabras. Pasión, perdón, consuelo, agradecimiento. Amor en definitiva. Siempre amor. Así es que, como ella decía, siempre he vivido rodeada de amor.
Por desgracia últimamente corrían malos tiempos para los sentimientos. Decían que el principio de la guerra estaba cerca. A su alrededor la vida continuaba con su ritmo cotidiano y rutinario, pero el aire traía aromas lejanos. Olía a miedo y a preocupación. Llegaban del pasado llantos de muerte y destrucción. Adivinaba en los rostros de la gente curtida, emociones enterradas en el olvido y a las que negaban el encuentro con el presente.
En definitiva, todo lo que se ocultaba entre las líneas de cada página de cada hoy, dejaba poco tiempo para el amor y las flores, desterrándolos a furtivos instantes. Sabores de culpabilidad por encontrarse con la belleza en aquellos momentos tan poco propicios para ello.
Aquella tarde la lluvia caía con la fuerza de las tormentas de verano. Elisa contemplaba las flores mientras su mente caminaba por esos parajes de desolación. Poco más tenía que hacer ya que con ese aguacero la poca gente que se decidía a salir de sus casas lo hacía a la carrera y su única preocupación era no calarse hasta los huesos.
Se detuvo tras la puerta observando el caer de las gotas. Le hechizaba la lluvia. Sentía su poder que purificaba todo lo que tocaba y limpiaba hasta los rincones más escondidos.
De niña pasaba horas embobada con las manos y la nariz pegadas en el frío cristal, como si el simple contacto pudiera acercarla más a la lluvia. Sintió deseos de hacer lo mismo y meneó la cabeza sonriendo al darse cuenta de que ahora era ella quien limpiaba los cristales. Cómo cambian las cosas -pensó-. Ni siquiera podía imaginarse cuánto iban a cambiar.













2 comentarios:

  1. Si la pregunta es: ¿Intento seguir? La respuesta siempre será: Claro que sí, siempre hay que intentar seguir!
    Si además, se lee lo que expones que llevas hecho y es tal que muestras, la respuesta es: Ya estás tardando.
    Y de no serlo, incluso, siempre será: Intentar, intentar, intentar... si no intentas no sacas nada, ni siquiera el intento.
    Achuchones!

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  2. Claro que tienes que seguir. No me puedes dejar pensando cómo le iban a cambiar las cosas.
    Un besazo

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