martes, 17 de enero de 2012

Pájaros sin alas



Todos los días imagino qué habrá ahora tras este muro. Cuánto habrá cambiado mi barrio. Quién habrá muerto. Quién habrá nacido. Si habrán florecido los geranios en los balcones. Si el tendero de la esquina seguirá rumiando quejas todas las mañanas. Dónde estará aquel chico al que encontraba todas las tardes  en la cafetería y me miraba sin decir nada.
Todos los días  imagino eso y mil cosas más. Lo hago para no pensar. Y lo escribo en este diario para que algún día mi hija sepa cómo su madre iba desgranando los días de su condena, con la única esperanza de verla nacer y rezando para que no se parezca a su padre, y quizá tampoco a mí. Quiero que lo primero que vea sea mi cara y lo primero que sienta sea mi abrazo, para que desde su primer minuto de vida sepa que siempre la protegeré.
Mi hija nacerá en la cárcel. Igual que yo. Ella al menos sabrá por qué. Tendrá datos suficientes para poder decidir por sí misma si perdonarme o echarme a los leones. Y espero que comprenda mucho antes de lo que yo lo hice.

Mi madre era una mujer normal, con una vida normal, nacida en un barrio normal, rodeada de gente normal. En definitiva, su vida se podría considerar aburrida. Pero ella era feliz. Y lo fue mucho más cuando lo conoció a él. Se casaron en una iglesia normal, compraron un piso normal y se amaban dentro de lo normal. Hasta que sucedió aquello que hizo que mi madre dejara de ser una mujer normal.
Una tarde como otra cualquiera, volvió a su piso normal y algo no era normal. Oyó ruidos en el dormitorio. Fue hasta la puerta, y allí estaba él, en la cama, con otra mujer que también parecía normal. Ni siquiera la vieron. Sin expresión alguna en el rostro, mi madre se dirigió al salón, cogió la escopeta de caza que él tenía desde hacía un par de meses, volvió al dormitorio y disparó una y otra vez.
Dejó caer la escopeta y se sentó a esperar…
Así fue como una mujer normal llegó a todos los diarios, a todas las pantallas y a unos cuantos medios de comunicación más.
Tras las pruebas psiquiátricas no hubo duda de que sufría una enajenación mental transitoria. Aunque para ella no fue transitoria. Nunca se recuperó. Se dejó llevar cuando en la cárcel le dijeron que estaba embarazada y que el tratamiento con ansiolíticos sería perjudicial para el bebé.
Siguió perdida en su mundo mientras yo crecía dentro de ella. Cuando estaba a punto de nacer le aconsejaron que me diera en adopción. “No estás capacitada para criar un bebé, y menos en la cárcel”, le dijeron. Y ella firmó los papeles, sin saber siquiera que lo hacía.
Le prometieron que en cuanto naciera la niña le pondrían un tratamiento que la haría sentir mejor, y que con un poco de paciencia y muchas ganas volvería a tener una vida normal. Pero no tuvo tiempo. Una mañana (nadie se explicó cómo, dijeron después), subió hasta lo alto de la escalera de incendios y se lanzó al vacío. Fue su último vuelo.





Tardé muchos años en enterarme de todo esto. Quizá demasiados. Hasta entonces, viví  una vida normal, en una casa normal, en un barrio normal y con una familia normal. Y era feliz. Cuando cumplí los 18 años, como si el ser mayor de edad me convirtiera en mentalmente adulta, mis padres consideraron su obligación decirme que era adoptada. Poco más pudieron decirme. No tenían apenas datos, aunque sabían mis apellidos auténticos. Pasé de ser Sara Pérez Martín a ser Sara Ruiz del Valle.
En realidad, simplemente pasé a no saber quién era, porque ni siquiera sabía si me llamaba Sara.
Investigué lo que pude y cómo pude, que no fue mucho. Pasaron los años. Terminé la  carrera de psicología, que era lo que quise ser desde que dejé de saber quién era. Y me propuse ayudar a la gente a conocerse a sí misma. Para no pensar en mi vida, para intentar llenar la mía con las historias de los demás.
No entendía por qué me habían abandonado mis verdaderos padres. Ni sabía cómo iba a conseguir encontrarlos.
Entonces apareció Daniel. Lo conocí en una fiesta, una noche de sábado. Era abogado. Increíblemente guapo, increíblemente educado, increíblemente sincero. Me enamoré de él esa misma noche. Durante un tiempo, él llenó tanto mi vida que hasta me olvidé de contarle que era adoptada. Cuando por fin lo hice, él se mostró tan interesado en ayudarme, que lo amé más, si eso era posible.
No sé qué contactos tenía, ni qué hilos movió, ni a quién contrató, pero el caso es que una tarde  se presentó con una carpeta. Estaba muy serio. Yo diría que incluso pálido. Comprendí por qué en cuanto empecé a ojear aquellas páginas. Incluso había fotos y recortes de periódicos, de hacía 25 años.


Me interné en una espiral de la que no me veía capaz de salir. Ahora sabía lo que había sucedido. Pero era incapaz de comprenderlo. Mi madre una asesina. ¿Cómo fue capaz?
Comencé a leer casos de asesinatos intentando encontrar una respuesta. Sin embargo,  la pregunta que más daño me hacía no tenía respuesta por más y más  que leyera. Tuve que aprender a vivir con ello.
Me casé con Daniel, y éramos felices. Ascendió rápidamente, incluso demasiado  y yo dejé la consulta y empecé a dar clases en la universidad. Cada día se me hacía más difícil ayudar a nadie, porque dentro de mí  nada era igual desde aquella tarde. Daniel era la única luz en mi oscuridad. Yo lo adoraba como se adora a un dios. Lo amaba tanto que me dolía. No concebía la vida sin él.
Y él cada día llegaba más tarde a casa. A un caso importante le sucedía otro más importante aún. Al principio lo esperaba despierta. Con el tiempo, me acostumbré a cenar sola y a dormir en  las frías y solitarias sábanas. Ni siquiera tenía un hijo a quien poder mimar, educar y que llenase el vacío y el dolor  que cada día invadían  un nuevo espacio de mi corazón.
Una tarde cualquiera, mientras daba una clase, sentí náuseas, escalofríos y un mareo persistente. Pensé que me habría sentado mal la comida. Pero aquello no pasaba.  Decidí marcharme a casa. Si no mejoraba avisaría al médico.
Cuando llegué a casa y giré la llave en la cerradura la sensación de náuseas  se multiplicó. Entré corriendo en el baño. Al salir, creí oír un ruido en el dormitorio. Fui hasta allí y me quedé petrificada en la puerta. Allí estaba Daniel, en la cama, con una mujer que no era yo, abrazados, desnudos, dormidos.
Todo empezó a dar  vueltas a mi alrededor. Me acordé de mi madre. Sentí la misma rabia que debió sentir ella. El mismo dolor y la misma sensación de no saber por qué estaba sucediendo aquello.
De repente, todo desapareció. Cuando volví en mí, estaba dentro de un coche policial, esposada y totalmente desorientada.
En realidad, no supe lo que había hecho hasta que los psiquiatras hablaron conmigo. Asesinados con un cuchillo de cocina. Diez puñaladas él. Cinco ella.  Para entonces todo el mundo sabía quién era yo. Mis orígenes y toda mi vida por fascículos.  Sólo les faltó investigar la marca de café que tomaba.  De mí también dijeron que tenía enajenación mental transitoria, agravada por no se qué hereditario. Y que estaba embarazada. O sea, que aquel día no me había sentado mal la comida. El niño que tanto había deseado en mi vida, iba a venir precisamente ahora que ya no tenía vida.

Podría echarle la culpa al destino. Decir todo eso de que nuestra historia ya está escrita y hagamos lo que hagamos estamos predestinados. Podría decirlo pero, soy psicóloga, aunque todo lo que aprendí me empeñé en aplicarlo con los demás, no conmigo.  Mas bien creo que todo esto me ha sucedido para que conociera la respuesta de la única pregunta que me he repetido durante tantos años. ¿Cómo mi madre, una persona normal, con una vida normal, pudo hacer lo que hizo?
Ahora ya no tengo que construir hipótesis sobre hipótesis, ni intentar imaginarme lo que sentía.  Ahora, simplemente, lo sé.
Ya no tengo que intentar imaginarme un dolor que no era mío, porque ahora es mi dolor, y ahora lo siento en mis propias carnes. Ahora sé el odio que ella sentía por aquel hombre que decía ser mi padre, porque es el mismo que yo siento por el hombre que va a ser el padre de mi hija. Ese hombre que era toda mi vida y jugó con ella.
La historia se repite. La rueda sigue dando vueltas. Aunque me gustaría que parase. ¿Por qué sigue girando si ya lo he entendido todo?
Hoy me han recomendado que de a mi niña en adopción. Yo no estoy loca. Mi enajenación sí fue transitoria. Pero estoy sola. Cuando maté a Daniel y a su amante, todas las personas que me conocían desaparecieron. Algunas incluso se dedicaron a llamar a los medios de comunicación diciendo que aquello se veía venir siendo hija de quien era. Sí, de repente todo el mundo sabía de quién era hija. Y yo había necesitado años para saberlo.
Les he dicho que no, no entregaré a mi niña. No quiero que la historia se repita. Ahora ya lo entiendo todo. Conmigo se termina el ciclo. La rueda dejará de girar por fin. Las tres mujeres de mi familia nos vamos a reunir para siempre. Lo siento hija mía, es por tu bien. Sólo tu abuela y yo sabemos lo que te esperaría si llegaras a nacer.
 El aire es  frío aquí arriba.  Lo noto en mi piel como un punzón clavándose una y otra vez. Por primera vez desde hace mucho tiempo, me siento libre. Pero, como Ícaro, yo también me he acercado mucho al sol. Y este va a ser mi último vuelo




                                                              A.B.B            Septiembre de 2006

No hay comentarios:

Publicar un comentario