jueves, 2 de agosto de 2012

La montaña de los deseos


Esta increíble historia ocurrió hace muchos años. Tantos que se me hace difícil recordar con exactitud si era verano o invierno, si brillaba el sol o lloraban las nubes, quizá incluso mi cansada mente confunda algunos nombres o lugares. Pero, ciertamente, no creo que nada de eso tenga demasiada importancia. Mi corazón sigue latiendo con la misma intensidad que entonces. Bastante más viejo y débil, es verdad, pero con la suficiente fuerza para recordar un deseo que cambió mi vida.

Todo comenzó una tarde en que estaba en casa tremendamente aburrido. Mi madre me había castigado porque mi maestro había tenido con ella una charla bastante larga en la que le dijo lo que siempre dicen los maestros, de un niño tan inquieto y soñador como yo. Que ya no sabía qué hacer conmigo y que de continuar así nunca sería nadie de provecho en la vida.
Mi madre, como todas las madres, mientras escuchaba pasó por todos los estados de ánimo posibles ante tan humillante situación. Se ruborizó, se enfadó, lloró y después de darle la razón a aquella maravillosa persona que tanto se preocupaba por mí, se juró a sí misma hacer todo lo posible para que yo siguiera el buen camino y me labrara un futuro digno.
O sea que allí estaba yo, sentado enfrente de la chimenea intentando concentrarme en aquellas letras y números que parecía me iban a comer de un momento a otro, pero mi mente se resistía. Se perdía observando las llamas crepitar y se empeñaba en soñar.
Un gran deseo latía en mi corazón desde hacía tiempo. Era el causante de que por las noches no pudiera dormir y de día soñara. Ese gran deseo no era otro que conocer el país más bonito del mundo. Quería saber cómo era y dónde estaba, pero por más libros que leía y más fotos que miraba esperando sentir que aquel era el lugar más bello, no lo lograba.
A punto de quedarme dormido acunado por el aburrimiento, la suerte me sonrió. Un puño golpeó la puerta y antes de que a mi madre le diera tiempo a decirme que no me moviera, ya estaba abriendo esperando encontrar a alguien que me sacara del terrible sopor. Me espabile rápidamente cuando vi a mi padre. Prefiero no contar lo que sucedió después cuando mi madre le narró la visita del maestro. Mi madre volvió a pasar por todos los estados de ánimo posibles mientras a mi padre se le iban enrojeciendo las mejillas al tiempo que se tocaba la barba como si en ella estuviera la respuesta a todos sus problemas.
Con signos de creciente enfado me dijo:
-Saúl, vete ahora mismo a tu habitación y por una vez en tu vida intenta pensar en tu comportamiento. Mañana hablaremos.
Aquello me sonó francamente mal pero por el momento me libraba de algo mucho peor.
Me tumbé en mi cama e intenté pensar como mi padre quería. Mas mis únicos pensamientos fueron que no era culpable de sentir aquel deseo que me acompañaba a todas partes y que estaba dispuesto a perseguir hasta alcanzarlo. Mirando la luna y pensando que quizá el más bello país fuera tan inalcanzable como ella, me venció el sueño.


A la mañana siguiente y sin haber recibido aún el esperado discurso por parte de mi padre, me encaminaba hacia la escuela desanimado y distraído, dándole puntapiés a todo lo que se ponía a mi alcance, cuando una conversación me hizo reaccionar. Me di cuenta de que lo que me había hecho parar. Había oído la palabra deseo. Suficiente para que mi mente despertara. Me quedé quieto intentando saber quién la había pronunciado. No me costó mucho esfuerzo. A mi lado, sentados en un banco, dos ancianos que parecían viejísimos estaban charlando animadamente. Sus ojos brillaban. Les pregunté de que hablaban para estar tan emocionados. Uno de ellos suspirando me contestó:
-De la montaña de los deseos.
En mi cara se dibujó tal sorpresa que ellos, divertidos, me invitaron a sentarme. Como si tuviera alas volé hacia el banco mientras casi les gritaba:
-¿Qué montaña es esa? ¿Está por aquí cerca? ¿Cómo se llega hasta ella? ¿Existe de verdad o se están burlando de mí?
Antes de que me diera tiempo a seguir con mi aluvión de preguntas, el más alto de los dos levantó la mano para hacerme callar.
-Calma muchacho, no se pueden responder tantas preguntas a la vez. Tienes un corazón demasiado inquieto.
-Lo siento- pero tengo un deseo desde hace mucho tiempo y no sé como hacerlo realidad. No puedo concentrarme, no paro de soñar y me está dando bastantes disgustos. Ayer mismo...Bueno, eso no tiene importancia ahora. ¡Si esa montaña me pudiera ayudar a cumplir mi deseo...!
-Muy fuerte ha de ser tu deseo para estar dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguirlo. Muchacho, ¿qué es eso tan importante para ti?
-Quiero conocer el país más bonito del mundo. Quiero saber cómo es, dónde está y como es la vida allí.
Los dos ancianos se miraron, sonrieron y suspiraron.
-De acuerdo chiquillo, te vamos a contar la historia de la montaña de los deseos. A nosotros nos la contó nuestro padre y a él el suyo. La historia se pierde casi en los principios del mundo. Y quizá tan sólo sea una leyenda.
-Eres un chico obstinado y hablador. Tienes que aprender a dominar tu impaciencia. Escucha en silencio mientras te cuento la historia, cuando haya terminado ya tendrás tiempo de hablar y de pensar todo lo que quieras.
-Eso está hecho. No saldrá ni una sola palabra de mi boca hasta que acabe.
Veamos si eres capaz de cumplirlo.
-Cuentan que existe una montaña mágica a la que casi nadie ha conseguido llegar y en cuya cima vive un mago que concede deseos...
Iba a abrir la boca compulsivamente pero me di cuenta a tiempo de que había prometido mantenerme callado.
-...pero el camino no es fácil. Para llegar hasta su cima hay que cruzar La tierra de la duda,
El bosque del olvido y el Río de la desesperación. Hay un problema añadido: no sabemos dónde está con exactitud, por eso apenas nadie ha logrado encontrarla. Es lo malo que tienen estas historias tan antiguas, con el paso de los años se van olvidando los nombres y los lugares hasta que llega un momento en que uno ya no sabe sin son reales o imaginarios.
Sólo sabemos que si lo deseas sinceramente y tu corazón es lo bastante fuerte, quizá y sólo quizá, consigas encontrarla y buscar al mago de los deseos. Ahora que has oído la historia, ¿qué opinas muchacho?.
-No me importa si tengo que caminar por mil tierras ni los peligros a los que me tenga que enfrentar. No tengo miedo.
-¿Estás seguro? Recuerda lo que te he dicho. Tienes que desearlo con todo tu corazón.
-¿Qué deseo puede ser más fuerte que aquel que convierte mi vida en un continuo sueño?.
-Sólo tú tienes la respuesta a esa pregunta. Nosotros nada más contamos historias. Somos demasiado viejos para pensar en otra cosa que no sea sentarnos en este banco, dejar que el sol nos caliente y recordar...
Me puse en pie de un salto y les dije:
-Me tengo que ir, no puedo perder ni un minuto. ¡Tengo que llegar hasta esa montaña!
-Si es lo que deseas, hazlo. Pero antes de irte acepta un consejo. Tienes que aprender a tener calma, la prisa no es buena consejera. Atropella los pensamientos y no deja hablar al corazón.
No entendí demasiado bien las palabras de aquel viejo, pero no tenía tiempo que perder. Les dí las gracias apresuradamente y les prometí que cuando hubiera encontrado la montaña y cumplido mi deseo, volvería para contárselo. Me alejaba corriendo cuando uno de ellos me gritó:
-No te preocupes. Si consigues encontrar la montaña lo sabremos.
Seguí corriendo hasta mi casa rezando para que mi madre no estuviera allí. Esta vez la suerte me acompañó. Escribí una nota diciendo que volvería pronto, metí algo de comida en una bolsa y, como era un muchacho demasiado inquieto y soñador, no pensé más. Cerré la puerta y salí en busca del mago que cambiaría mi vida.



Ni siquiera pensé que no sabía hacia dónde tenía que dirigir mis pasos. Simplemente me limité a caminar deseando que la suerte saliera a mi encuentro.
Sin saber cómo, me encontré en un camino solitario y aburrido en el que sólo había tierra y piedras. Llevaría unas dos horas andando cuando me crucé con un pastor que dormía bajo el único árbol que se divisaba en muchos kilómetros. Con precaución ante su posible reacción pero sabiendo que quizá no volvería a encontrar a nadie en muchas horas, lo desperté:
-Buenos días.
-Ya puede ser algo importante lo que me tengas que decir, odio que me despierten.
Me asusté cuando aquel hombre de grandes dimensiones, me gruñó de aquella manera pero como su mal humor ya no tenía remedio, le pregunté lo que quería saber.
-¿Sabe que camino debo seguir para llegar a la montaña de los deseos?.
Me miró con tal cara de rabia que mi susto se convirtió en miedo y comencé a correr en dirección contraria. De reojo le vi levantarse a toda velocidad y gritar mientras blasfemaba:
-¿Te estás riendo de mí, chico del demonio? ¡Ya no se puede estar tranquilo ni rodeado de ovejas! ¡Pues no me despierta para preguntarme por la tierra de los deseos! ¡Como te coja te voy a dejar el trasero morado!
Por suerte mis piernas eran más rápidas que las suyas. Pasado el susto decidí que sería más prudente la próxima vez que me encontrara con alguien. Me había quedado claro que preguntar por la montaña de los deseos era incluso peligroso.
Seguí caminando mientras hablaba conmigo mismo dado que era el único ser vivo en aquellos parajes y el único en quien podía confiar por el momento.
Cuando el sol estaba tan alto que su resplandor difuminaba el camino, noté que mi estómago me hablaba y decidí complacerlo. Me senté en una piedra y sin más devoré toda la comida que llevaba.
Entonces me di cuenta de que para caminar hace falta comer y que no sabía lo que haría para calmar mi estómago la próxima vez que decidiera que necesitaba alimento.
Decidí dejar tan fastidiosa tarea en manos de la voluble suerte y continué mi camino.




Habían pasado dos días de viaje. No había vuelto a cruzarme con ser vivo alguno, a excepción de algún pájaro y otras especies que mis ojos no alcanzaban a ver pero sí mi imaginación y en cuyas pretensiones hacia mi persona era mejor no pensar. No lo conseguía por más que lo intentaba. Hay sonidos que cuando estás rodeado de gente pasan totalmente inadvertidos pero en soledad se convierten en lo único que tu mente escucha, por mucho que desees no hacerlo, haciendo que el corazón palpite como si quisiera abandonar tu pecho.
A esto había que añadir que mi suerte y yo parecíamos haber tomado distintos senderos. Hacía dos días que no había llevado nada a mi estómago y el pobre rugía como un león enjaulado.
Cargado de ese miedo que tantas veces alardeaba no tener y tan hambriento que me costaba arrastrar los pies, el abatimiento me hizo pensar que aquello que estaba haciendo era una tontería que no me llevaría a ninguna parte. Pero seguí caminando. Mi deseo era más fuerte que mi desesperanza. Además, no podía quedarme allí en medio de la nada.


Casi era noche cerrada cuando divisé una luz a lo lejos. Corrí hacia ella todo lo que mis pocas fuerzas me permitían. Casi si respiración, llegué a la puerta de una pequeña casa. Dudé antes de llamar, acordándome de mi poco agradable encuentro con el pastor, pero en ese momento casi comenzó a llorar y me hizo arriesgarme. Golpeé sin muchos miramientos.  Parecía que mi suerte había vuelto a encontrarse conmigo. Seguro que aquella puerta la abriría alguien de buen corazón que se apiadaría de mí.
Mis piernas ya estaban preparadas para volver a salir corriendo cuando la puerta se abrió y  en el umbral apareció una viejecita sonriente. Di gracias al cielo por ello y cuando la anciana me preguntó quién era, le dije con la voz más triste que logré arrastrar de mi alma:
-Buenas noches señora. Me llamo Saúl. Voy en busca de una montaña y llevo dos días sin comer. Esta tierra es demasiado inhóspita y mi cabeza fue demasiado alocada para pensar a tiempo en ello.
Se apiadó de mí y me invitó a entrar.
-Anda pasa muchacho, no te quedes ahí. Me disponía a cenar y se va a enfriar si no te das prisa.
-Gracias señora. La ayudaré en lo que me pida. Sé hacer muchas cosas -dije mientras entraba en la casa-.
-Bastará conque me des algo de conversación. Hace días que nadie se acerca hasta mi casa y la soledad es una pesada carga.
Esta vez sí entendí a lo que se refería.
Era una casa pequeña pero muy acogedora y de la cocina llegaba un olor tan delicioso que mis piernas flaquearon. Aquella mujer tan agradable se dio cuenta al instante y sonriendo me dijo:
-Siéntate hijo, no te vayas a desmayar antes de que me dé tiempo a traer la cena.
Juro que no recuerdo lo que cenamos aquella noche pero aún a veces, aquel olor y aquellos sabores se asoman por unos instantes a la ventana del recuerdo y me hacen volver a vivir esa noche tan nítidamente como si fuera la de ayer.
Mientras cenábamos ellal me preguntó:
-Díme Saúl, ¿cómo es que buscas una montaña?
Me quedé con la cuchara a mitad de camino de la boca porque no conseguía apartar al pastor de mi mente, pero aquella anciana tenía una voz tan dulce y había sido tan buena conmigo que pensé que se merecía la verdad.
-Desde hace tiempo tengo un deseo. Pero no es un deseo cualquiera, no se crea. Es un deseo tan fuerte que casi duele. Quiero encontrar el país más bonito del mundo y saber cómo es la vida allí.
¿Y para qué quieres encontrarlo? ¿No te gusta tu tierra? ¿No estás a gusto con tu gente?
Estas preguntas me hicieron dudar durante unos segundos.
-Hum...eeeeh...sí, mi tierra me gusta y...sí, estoy a gusto con mi gente aunque mis padres no me entiendan, ¡Pero tengo que encontrar ese país!. No sé por qué, sólo sé que lo tengo que encontrar.
-Tranquilo Saúl, no te inquietes. ¿Y eso qué tiene que ver con encontrar una montaña? ¿Está en el país que buscas?
-Busco esa montaña porque es la montaña de los deseos. Iba camino de la escuela cuando escuché a dos ancianos conversar. Me contaron la historia, partí en su busca y aquí estoy.
-¿La montaña de los deseos? Nunca he oído hablar de ella. ¿Estás seguro de que existe?
-No. Los ancianos me dijeron que quizá sólo fuera una leyenda. ¡Pero yo creo que realmente existe!. La voy a encontrar y por fin podré ver el país más bonito del mundo, porque en esa montaña hay un mago que concede deseos a los corazones soñadores como el mío.
-Es una suerte que haya llegado a mi casa alguien que tenga un deseo tan fuerte. Yo también tengo uno pero es tan difícil de conseguir como que el agua se convierta en vino.
-¿Cuál es su deseo?
-Me gustaría volver a ser joven. Soy demasiado vieja y estoy demasiado sola. Mi marido murió hace ahora un año y se llevó con él las pocas fuerzas que me quedaban.
-¿No tiene familia?
-Sí, la tengo, pero viven lejos y yo no quiero separarme de mis recuerdos.
-Tengo una idea. ¿Por qué no viene conmigo a la montaña de los deseos? Seguro que un mago tan poderoso puede hacer su sueño realidad.
-Pero hijo mío, si apenas me puedo valer por mí misma, ¿cómo voy a ir yo a ningún sitio?.
-Eso no es problema. Yo soy joven, fuerte y testarudo. La ayudaré a llegar.
La anciana se quedó pensativa y moviendo la cabeza dijo:
-Anda muchacho, dejémonos de sueños y deseos y vamos a dormir. Es muy tarde. Sígueme a tu habitación por esta noche.
-Muchas gracias y piense en mi propuesta.
Así nos despedimos por esa noche. Me metí en aquella cama que era la primera que veía desde que salí de mi casa. Estaba reventado y aun así, antes de que me venciera el sueño decidí que tenía que ayudar a aquella amable anciana a hacer su deseo realidad.



A la mañana siguiente me levanté con fuerzas renovadas, feliz y obstinado en convencer a la anciana para que me acompañara en mi viaje. Qué tremenda fue mi sorpresa cuando al entrar en la cocina animado por el olor a bizcocho que inundaba toda la casa, ella me dijo:
-Buenos días Saúl, he estado pensando y si te atreves a que te acompañe en tu viaje y me ayudas a llegar a la montaña, prepararé todo lo necesario para que nuestro camino sea más fácil. Tengo un burro y podemos cargar comida, también tengo algo de dinero ahorrado y...
No la dejé terminar. Me acerqué a ella, la cogí de la cintura y le dí un sonoro beso. Aquella anciana me inspiraba ternura y estaba contento de poder ayudarla. Había sido mi salvación  y quería recompensárselo.
-He decidido que la vida que llevo no es vida. Quiero arriesgarme a cumplir mi sueño, aunque no lo consiga.
-Lo conseguiremos. Te lo prometo.
Y así fue como nos pusimos en marcha sin saber lo que nos deparaba el destino pero con la ilusión de ver cumplidos nuestros sueños.




La compañía de la anciana era muy agradable. Me contaba mil historias que hacían el camino más ameno y nos dejaban menos tiempo para pensar si no estaríamos locos. Además, se esforzaba al máximo por no retrasar demasiado sus pasos, aunque estaba empezando a no importarme el tiempo que nos costara llegar a la montaña. La ilusión de que pudiera cumplir su deseo hacía que mi impaciencia disminuyera.
Un día le dije:
¿Te puedo llamar abuela? Me gustaría que lo fueras.
-¿No tienes abuela?
-Sí, pero hace tanto tiempo que no la veo que ni siquiera la recuerdo. Mi madre dice que no nos quiere.
-Estoy segura de que os quiere. Yo también tengo nietos, pero ya te dije que están demasiado lejos y hace mucho que no los veo.
 De acuerdo. Será divertido. Yo seré tu abuela y tú mi nieto.
Y con ese trato sellado continuamos nuestro cada vez más duro camino. Estaba convencido de que la suerte nos acompañaba. Un viaje tan difícil sólo nos podía llevar hasta la montaña de los deseos.




Habíamos atravesado bosques, cruzado ríos, subido montañas, nos habíamos encontrado gentes cuyo color de piel iba desde el blanco más blanco hasta el negro más oscuro. Pero la montaña que buscábamos con tanta ansia seguía sin aparecer, ni encontrábamos la más mínima señal que nos condujera a ella. Nadie la conocía.
-Abuela, empiezo a dudar que la montaña exista.
-Sí hijo, estaba pensando lo mismo pero no quería decírtelo.
-¿Y si nos hemos equivocado? ¿Y si caminamos y caminamos y nunca la encontramos? Hay millones de caminos en el mundo y no podemos recorrerlos todos.
-Será lo más probable. Dudo que de estar en el buen camino no hubiéramos encontrado ya alguna señal.
-Es verdad. Recuerdo que los ancianos me dijeron que quizá fuera una leyenda, pero me resistí a creerlo.
Y nadando en este mar de dudas, seguimos un camino que parecía no tener fin.
Pero de repente mis últimas palabras volvieron a mi mente y grité:
-¡Abuela, este es el camino! ¡Qué tonto he sido! Los ancianos me dijeron que para llegar a la montaña tenía que cruzar La tierra de la duda, El bosque del olvido y El río de la desesperación. ¡Esta tiene que ser La tierra de la duda! Sin más, los dos hemos dudado que nuestro sueño se cumpla. ¡Cómo no me habré acordado antes! Lo estamos consiguiendo abuela, lo estamos consiguiendo. Y sabemos lo que nos queda por pasar, tenemos que estar prevenidos.
-Hijo, ojalá sea cierto lo que dices. Tus palabras me han devuelto la ilusión de seguir luchando. Incluso me siento feliz y con fuerzas renovadas. -Sonriendo me dijo- ¡Vamos en busca de nuestro destino y nada podrá evitar que llegue a la montaña porque camino a tu lado! Qué suerte que te cruzaras en mi vida, eres un gran nieto.
No habíamos andado ni cien pasos cuando ante nuestros ojos apareció el más bello paisaje que habíamos visto desde que emprendimos nuestro viaje. Ya no me tenía ninguna duda de que la montaña nos estaba esperando.


Desde aquel día en que fuimos capaces de superar la prueba de la duda nuestros corazones estaban contentos y esperanzados. No sabíamos si aún deberíamos andar días, semanas o meses pero teníamos la certeza de que lo lograríamos y eso nos daba fuerza. Aprendí miles de cosas de mi abuela. Tenía toda la sabiduría que otorga la edad y toda la fuerza que la vida se había encargado de ir escondiendo dentro de ella estaba saliendo a la luz.
Me enseñó a orientarme por las estrellas y por el sol, a saber qué frutos eran venenosos y cuáles no, a adivinar cuándo iba a haber tormenta o cuándo la nieve nos iba a sorprender. Pero sobre todas las cosas, me enseñó a quererla. Había llegado a amar esos ojos hundidos en una cara curtida por el paso del tiempo, había aprendido a amar su fuerza de voluntad y su coraje y sentí que mi corazón ya nunca se podría separar del suyo.
Pensaba todo esto mientras la contemplaba dormir plácidamente y noté que una lágrima resbalaba por mis mejillas. No recordaba haber llorado nunca por nada ni por nadie, pero verla así, tan frágil, había hecho nacer en mi corazón sentimientos que ni siquiera sabía que existieran.
Sus ojos se abrieron y me miraron somnolientos.
-¿Qué te pasa hijo? Estás llorando.
-No abuela, es el humo de la hoguera. Me he acercado demasiado a ella. Duerme tranquila.
Y sin hacer más preguntas se volvió a quedar dormida. Esa noche ninguno de los dos podíamos imaginar la sorpresa que nos tenía preparada el destino a la mañana siguiente.




Nos despertamos felices, incluso demasiado.  A mitad de mañana nos encontramos ante un precioso bosque que parecía inmenso, pero nos adentramos en él con ganas. Era un alivio estar rodeados de tanta sombra cuando la fuerza del sol caía a plomo sobre nuestras cabezas como lo hacía aquel día.
Después de unas dos horas nos cruzamos con un leñador:
-Buenos días, es extraño ver gente en este bosque. ¿Qué les ha traído hasta aquí?
Mi voz parecía no salir de mí mismo cuando le contesté:
-No lo sé. Abuela, ¿dónde vamos?
-Donde tú me lleves hijo.
-Yo...no recuerdo nada. Lo único que recuerdo es que hacía mucho calor y encontramos este precioso bosque y nos adentramos en él, no sé si hace unos minutos o unas horas.
El leñador se rascó el cogote sorprendido de nuestras palabras.
-Me parece que les ha dado demasiado sol. ¿Cómo no van a saber dónde van? Al menos sabrán de dónde vienen.
Su nueva pregunta me sorprendió aún más. Había olvidado quién era, de dónde venía y a dónde iba. Lo único que sabía era que mi abuela estaba conmigo. Por más que me empecinaba en recordar no lo conseguía y me daba cuenta de que a mi abuela le pasaba lo mismo. Vi que estaba muy asustada. Yo también lo estaba pero no podía dejar que ella lo notara.
Aquel pobre leñador se empezó a preocupar seriamente. Incluso aprecié en su cara el reflejo del miedo. Intenté hacerle ver que no eramos peligrosos ni estábamos locos.
-Abuela, no te preocupes, seguro que este buen hombre nos dice cómo salir del bosque. ¿Nos queda mucho camino para llegar al otro lado? Recuerdo que no podemos volver atrás aunque no pueda explicarle por qué.
El leñador pareció relajarse un poco aunque se mostraba receloso. Mi abuela estuvo a punto de desmayarse -nunca he sabido si realmente lo estuvo o lo fingió- y esto desarmó a aquel hombre de buen corazón. Corrió hacia ella diciendo -rápido muchacho, ayúdame a darle un poco de agua. Apóyese en este árbol señora. Esta demasiado cansada. A su edad hay que tener cuidado con los viajes.
Mi abuela le dio las gracias y le obedeció. Una vez pasado el susto le dijo mientras le cogía la mano:
-No sé a dónde vamos ni por qué, pero usted es un buen hombre y me alegro de haberlo encontrado.
El leñador no era capaz de articular palabra por más que lo intentaba. Después de unos minutos eternos consiguió decir:
-Me queda trabajo para un par de días y no puedo llevarlos al otro lado y volver porque me retrasaría demasiado en mi trabajo, pero será un placer disfrutar de su compañía hasta entonces.
-Gracias. Soy fuerte, le ayudaré a cortar los árboles. Sin usted probablemente no sabríamos salir de aquí. Este bosque parece no tener fin.
-Lo tiene muchacho, lo tiene.
Esa noche mientras cenábamos, el leñador volvió a preguntar si recordaba algo. No sabía hasta qué punto me preocupaba no hacerlo. La cabeza me iba a estallar.
-Es extraño chico. Por este bosque casi nunca pasa nadie, es muy fácil perderse si te adentras en él. He estado toda la tarde pensando en las historias que me contaba mi padre. Solía decir que muy de tarde en tarde los leñadores encontraban viajeros perdidos que no recordaban nada, algunos ni siquiera su nombre...
Di un respingo, asustado. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Yo tampoco sabía mi nombre. Procuré que el leñador no notara mi miedo. 
-...los encontraban en un estado lamentable, rayando la locura. Si no recuerdo mal un amigo de mi padre encontró a uno de ellos muerto casi a la salida del bosque. Como te digo es muy extraño, llevo muchos años talando árboles en este bosque y siempre me acuerdo de quién soy y dónde vivo -su voz denotaba cierta tristeza al decir estas palabras-. Hasta ahora pensaba que eran historias de viejos. He comprobado que no lo son.


Al día siguiente lo ayudé todo lo que pude, casi hasta la extenuación. Deseaba salir de aquel bosque lo antes posible y no volver nunca más. Por fin el momento llegó. Cuando llegamos al claro me sorprendí al comprobar que habíamos estado más cerca de lo que parecía cuando nos encontrábamos rodeados de aquellos enormes árboles, pero estaba seguro de que inexplicablemente sin el leñador no la hubiéramos encontrado nunca.
Le di un fuerte apretón de manos a aquel hombre que nunca podría olvidar
-Gracias por salvarnos la vida, amigo. Soy Saúl y siempre estarás en mi corazón.
El leñador emocionado me preguntó:
-¿Por qué no me habías dicho tu nombre hasta ahora?
-Porque yo, como los otros, tampoco lo recordaba.
Y así fue como gracias al leñador conseguimos cruzar El bosque del olvido. Otra dura etapa que nos acercaba un poco más a nuestro destino.




Tras casi otros dos meses de duros caminos llegamos a la orilla de un río. Al verlo supe que era el tan buscado río de la desesperación, pero no sabía cómo cruzarlo ni si lo debíamos hacer.
Vi la cara de preocupación de mi abuela cuando también se dio cuenta de dónde estábamos. Pero no dijo nada. Ni yo tampoco.
Un miedo atroz se apoderó de mí. Sabía que nos encontrábamos tan cerca de la montaña y que posiblemente aquella sería la prueba definitiva, que mis manos no paraban de sudar y mi cuerpo temblaba sin que pudiera controlarlo. Estaba petrificado viendo el agua correr. No sabía qué hacer y la inquietud se iba apoderando de mí. Miré a mi abuela y mi miedo se incrementó. No podía fallarle. Tenía que ver cumplido su deseo. Era su última oportunidad, los años no le permitirían ninguna más. Sentía pavor pensando que no consiguiera llegar, que su vida se apagara antes de hacerlo. Me di cuenta de que no quería perderla. Era demasiado importante para mí. Como queriendo alejar los funestos pensamientos nos pusimos en marcha. Busqué un sitio donde el río parecía menos profundo y tiré del burro. Cuando nos acercamos a la mitad yo ya estaba bastante más relajado. No era tan difícil como parecía. Apenas había corriente y el sol brillaba en el cielo.
-Abuela, lo hemos conseguido. 
Qué necio fui. Mis palabras se perdieron en el aire mientras caíamos en un pozo, que por mi inquietud por llegar a la otra orilla me pilló desprevenido. Sentí que el mundo se hundía bajo mis pies. Me volví hacia mi abuela. No estaba. El corazón me latía precipitadamente. Grité, la llamé, la busqué, me sumergí rezando por encontrarla. Nada. Salí a la superficie para respirar y volví a sumergirme. Una vez tras otra lo intenté sin resultado. La desesperación estaba haciendo mella en mí. Estaba cansado, extenuado. Mi querida abuela estaba allí, en alguna parte de aquel maldito río, ahogándose. No lo podía permitir. Seguí intentándolo y cuando ya había perdido toda esperanza, la vi. Su cuerpo parecía el de una muñeca de trapo. Deseé que no fuera demasiado tarde.
La arrastré fuera de la corriente y conseguí tirar de ella hasta la orilla. Intenté hacerla reaccionar pero su frágil vida se negaba a volver.
-Abuela por favor no me dejes, te necesito. Te quiero. Ojalá nunca te hubiera traído conmigo. Ojalá nunca hubiera oído aquella historia.
El rostro se me llenó de lágrimas que caían incesante y dolorosamente como si quisieran que aquel nefasto río conociera el sabor de la amargura. Apoyé su cabeza en mi regazo y de repente mi abuela tosió. Al principio sin fuerzas pero cada vez con más brío. Mi desesperación se convirtió en esperanza y cuando el color volvió a sus mejillas, la esperanza se convirtió en felicidad. Nunca he vuelto a ser tan feliz como lo fui en aquellos instantes. Balbuceó:
-Hijo mío, cuánto miedo he pasado. Todo se nubló a mi alrededor y pensé que nunca más volvería a verte. Estoy cansada y no nos queda nada. El pobre burro cargaba todo lo que teníamos. 
-No abuela, todo lo que teníamos lo seguimos teniendo. Estamos juntos. Nada me importa más que eso.
-Pero si la montaña no está cerca no podremos llegar a ella. No tenemos qué comer ni con qué abrigarnos. Y yo ya no tengo fuerzas.
Levanté la cabeza al cielo esperando una respuesta y ante mis ojos apareció una montaña.
-No temas abuela, ésta ha sido nuestra última prueba, ya estamos en casa. El viaje casi ha terminado.




Imagino que las ganas que teníamos de llegar a la cima y encontrar al mago hizo que pareciera que teníamos alas. Nunca lo he llegado a saber. La montaña en sí era un paraíso. Nunca habíamos visto tanta belleza junta. Tras tres días de caminata, una noche en que una preciosa luna llena se asomaba vergonzosa entre las nubes, llegamos a la cima. En una pradera llena de flores había una extraña casa de cuya chimenea salía un humo embriagador. 
Tardé en reaccionar. Mi mente no lograba asimilar que por fin estábamos allí. Cuando desperté del ensueño, abracé a mi abuela y juntos llegamos hasta la puerta. Antes de que me diera tiempo a llamar, ésta se abrió y en la penumbra apareció el que me pareció el hombre más normal del mundo. Una ráfaga de miedo se volvió a apoderar de mí haciéndome pensar en el fracaso. Al oir las palabras de aquel anciano supe que mis terrores eran infundados.
-Os estaba esperando, pasad. Es muy tarde y el viaje ha sido muy largo. Descansad esta noche.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando, al acercarme a la luz vi que el mago era el anciano que me contó la historia de la montaña de los deseos. Balbuceé
-Pero...usted...es...
-Sí Saúl, yo soy.
-Entonces no fue casualidad que los encontrara aquella mañana. ¡Pero con su ayuda el camino hubiera sido más fácil! No hubiéramos tenido que pasar por todo esto. ¡Mi abuela ha estado a punto de morir!.
-Tenías que estar seguro de que merecía la pena encontrarla y llegar al final. Pero siempre estuvimos a tu lado. Y ahora a dormir -dijo mientras señalaba hacia una pequeña habitación-.
-Después de todo lo que hemos pasado, ¿cómo voy a dormir ahora que estoy tan cerca? -dije un poco enfadado-.
Con un suave pero convincente tono me contestó:
-Saúl, ¿todavía no has aprendido a tener paciencia? Conozco vuestros deseos y mañana se verán cumplidos. Mañana.
Avergonzado de mi actitud le hice caso, besé a mi abuela en la mejilla e intenté dormir, aunque el sueño tardó tanto en llegar que creía que nunca lo haría. Pero como todo en esta vida, llegó.
Al despertar un suculento desayuno nos estaba esperando mas los nervios no me dejaron saborearlo como merecía.
-Ha llegado el tan ansiado momento -dijo el mago-.
Mi abuela dijo en un susurro:
-Mi deseo ha cambiado. No es el mismo que me hizo llegar hasta aquí.
Asombrado dije:
-Abuela, ¿pero qué estás diciendo? ¿Ya no quieres ser joven?
-No hijo. Tú me has hecho sentir joven otra vez y darme cuenta de que he vivido demasiadas cosas que no quiero olvidar. Me has hecho aprender que no es bueno anclarse en el pasado para intentar conservar algo que nunca volverá. He desaprovechado un tiempo precioso.
-¿Yo te he enseñado todo eso? ¡Pero si lo que has dicho ni siquiera lo había pensado nunca!
-No, no lo has hecho, pero a tu lado he aprendido que el ser viejo o joven no importa. Lo único que importa es no perder la ilusión y desear algo con tanta pasión que haga que cada día sea el primero de tu vida.
Ni siquiera me di cuenta de que las lágrimas volvían a brotar de mis ojos. Era la segunda vez en mi vida que lloraba y las dos habían sido por causa de aquella mujer.
La voz del mago me sorprendió:
-Mujer, ¿cuál es tu deseo?
-Terminar mis días rodeada de mi familia y enseñar a mis nietos todo lo que sé para que nunca tengan la tentación de desear volver a ser jóvenes.
-Tu deseo está cumplido. Y ahora Saúl, ven conmigo. La vista es preciosa desde el borde de la montaña. Merece la pena verla antes de que partas en busca del país de tus sueños.
Salí con él y en verdad la vista desde allí era espectacular. Había tanto por ver que no sabía dónde enfocar mi mirada. Al girar la vista hacia la izquierda y frotándome los ojos para comprobar que no había sido una alucinación de mi soñadora mente divisé allá a lo lejos una tierra tan preciosa que dolía mirarla. Sin duda aquel era el país que buscaba.
-¿Qué país es ése? Es el más bonito que he visto nunca. Es el de mis sueños.
-El tuyo Saúl, es el tuyo. Es el país donde naciste, donde tienes tu familia y donde vivías hasta que deseaste encontrar algo que ya poseías.
-¡Pero no puede ser! ¡Es imposible! Si es mi país, ¿cómo no me he dado cuenta de que era tan bonito?
-Porque estabas tan acostumbrado a él que no lo veías, sólo lo mirabas. Has necesitado viajar muy lejos para darte cuenta de que tu país es el más bonito del mundo. Espero que hayas aprendido la lección y que te sirva para saber aprovechar lo que la vida te ofrece.
Y con estas palabras desapareció de mi vista como por arte de magia. Mi abuela se acercó a mí.
-Parece que los dos hemos aprendido mucho en este viaje. Es hora de regresar.
El camino de vuelta fue largo, demasiado largo. A veces la impaciencia seguía apoderándose de mí pero mi abuela me contagiaba su paciencia. Le había prometido ayudarla a encontrar a su familia, aunque supiera que eso la alejaría de mi lado.
Antes quise pasar por mi tierra y ver a mis padres. A esos padres a los que había dejado sin más y que estarían muertos de miedo y de dolor -ahora estaba convencido de ello-. Había sido demasiado imprudente y egoísta marchándome así.
Llegamos ante la puerta de mi casa una mañana preciosa. La más bonita que había visto nunca. Con mucho miedo pero a la vez con un tremendo deseo de abrazar a mi madre y de pedirle perdón, llamé a la puerta. Cuando abrió, apenas la reconocí. Parecía haber envejecido muchos años. Mirándome como si hubiera visto un fantasma me estrechó entre sus brazos y rompió a llorar. En aquel momento mi único deseo era que nada de lo que les hice hubiera sucedido. Lástima que la montaña de los deseos estuviera tan lejos.
Comprendí que si hubiera tenido la paciencia necesaria para saber ver lo que me rodeaba no hubiera hecho aquel largo viaje que tanto hizo sufrir a mis padres. Aún no sabía que aquel viaje sí era necesario. La sorpresa más grande estaba por llegar.
Cuando conseguí hablar le dije a mi madre:
-Nunca más quiero volver a irme de casa porque mi país es el más bonito del mundo y aunque no lo fuera, vosotros estais en él. Y ahora ven, quiero que conozcas a mi abuela.
No entendí por qué cuando mi madre y mi abuela se vieron, con lágrimas en los ojos se fundieron en un abrazo. No lo entendí hasta que mi madre, besándole los cabellos dijo:
-¡Mamá!


Y esta ha sido la increíble historia que sucedió hace tantos años que se me hace difícil recordar con exactitud los lugares, si brillaba el sol o llovía y cuánto tiempo estuve fuera de mi hogar. Entre nosotros, no creo que eso tenga demasiada importancia. Nunca he deseado volver a ser joven para recordar todo aquello tal y como sucedió.




Autora: Ana Belén Burillo Licer



















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