martes, 26 de marzo de 2013

El baúl de las delicias

Había llegado el momento.
Me acerqué despacio, 
con la emoción haciéndome sombra,
y por qué no decirlo,
con ese miedo que se asoma 
tras la ventana de lo ya vivido.
Me arrodillé junto al viejo baúl
donde guardaba mis sentimientos
desde hacía tanto tiempo,
que, al pensar en ello,
sentía estar violando una vida ajena.
Metí la llave en la herrumbrosa cerradura,
respiré hondo unos instantes, 
un súbito escalofrío me paralizó.
¿Seguirían allí donde los dejé, 
o el paso de los años 
los habría convertido en polvo?
Dudé. Si no lo abría nunca lo sabría. Me decidí.
Con delicadeza levanté aquella tapa
forrada de recuerdos olvidados.
El inequívoco olor que desprende
todo lo que permanece cerrado
se metió por mi nariz y me hizo estornudar.
Levanté la mirada, mientras con las manos
agitaba el aire enrarecido por aquella nube de partículas
que volvían del pasado con paso ligero. 
Allí estaban todos, perfectamente doblados;
a simple vista no faltaba ninguno
y parecían estar en buenas condiciones.
Sonreí como sonríe quien encuentra
lo que no esperaba volver a encontrar.
Me dejé envolver por la magia 
del que reconoce un lugar antaño adorado
y que quedó grabado para siempre
en la retina del corazón.
Siguiendo los pasos de un ritual ancestral,
despacio y respetuosamente,
me fui vistiendo con ellos.
Me los puse todos, uno encima de otro,
hasta que no quedó ni uno.
Al hacerlo salieron del letargo mohoso,
noté en mi nuca el aliento de la vida,
y sentí ser la que un día fui.
Estaba preparada para arroparme con ellos.
Me enfrenté al espejo y me vi bonita.
Me sentaban tan bien todos aquellos sentimientos
recién llegados de un lejano ayer,
que no supe ver la fragilidad de sus tejidos.
Salí de casa entusiasmada,
dispuesta a enseñárselos al mundo entero,
deseosa de compartir su belleza.
No fue buena idea.
El mundo estaba demasiado absorto
en su propio devenir como para fijarse
en algo tan insignificante. No me importó.
Volví a casa sin prisa, disfrutando
de mi recobrada identidad. 
Decidí intentarlo todos los días 
hasta que el dulce aroma de lo recuperado
penetrara en la nariz de esas sombras sin rumbo
y las hiciera volver a ser.
Con la sonrisa en los labios
me dejé olfatear por miradas impávidas;
permití que dedos temblorosos
acariciaran cada uno de sus hilos.
Cegada por el deseo, no comprendí
que nadie me había pedido que luchara
por cambiar lo que no puede ser cambiado.
Tan ciega estaba, que no me preocupé 
por mimar, perfumar, ni proteger
aquello que me había sido devuelto.
Un día fue, porque tenía que ser.
Suspiré ante la grandiosidad de aquel sentir
que bailaba ante mis ojos. No vi nada más.
Inesperadamente, una mirada de desconcierto
se cruzó con la mía. Cuando giré la vista
mi horizonte de luz ya no estaba allí.
Y entonces me miré.
Me vi vestida de sueños rotos,
con el alma arrugada
y el corazón hundido en el barro. Me rendí.
Corrí de vuelta a casa y entre lágrimas,
me desnudé, y enterré de nuevo en aquel baúl
los restos de lo que un día fui.

                                                 A.B.B. 26 de marzo de 2013












2 comentarios:

  1. realmeente hermoso...me proyecte...

    saludos
    lilo

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    Respuestas
    1. Gracias. Encantada de que te guste y más si cabe porque no te conozco. Es una sensación extraña emocionar a alguien con quien nunca has hablado, pero me gusta.
      Aunque sinceramente, me gustaría que algunos sentimientos no existieran. No sería necesario intentar lanzarlos al mundo por medio de las palabras.

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